Desde sus orígenes remotos, tal vez en el Renacimiento o incluso medievales, el género de ficción distópica ha intentado atisbar en el misterio de nuestra condición innata para desvelar hasta dónde pueden llegar nuestras pretensiones de transformar la sociedad y nuestro entorno. En el siglo XIX veremos diseminada esta inclinación narrativa junto a los inquietantes libros de viajes. Hoy día es muy difícil deslindar la intención visionaria del creador de ficción científica del narrador en clave fantástica y de un último propósito a colación de dicha empresa: el inquietante debate formulado sin reservas desde Campanella hasta K. Dick sobre el conflicto social que nos aborda y su anticipada debacle interna.
No os dejéis llevar por las apariencias: no tienen que aparecer sofisticadas máquinas ni apabullantes experimentos científicos para que tengamos la certeza de estar ubicados dentro del género.
Haciendo una humilde tentativa del propósito expresado os presento dos de mis relatos fantásticos: «La gema del boyardo» y «No me mires».
En breve colgaré mi próxima novela por capítulos: «De Civitate Lunae».
Son buenos tiempos para la novela histórica, según dicen. Y así es. La novela histórica es un producto literario que va más allá de la simple moda. Me atrevería a decir que la novela histórica es la heredera directa del viejo poema épico. Ya no se escribe en verso sino en llana prosa y sus orígenes son más antiguos de lo que generalmente se piensa. Es posible que su nacimiento no esté en el bueno de Herodoto sino probablemente en la Farsalia de Lucano, el primer poema épico, (en verso eso sí), en desarrollar un argumento alejado de todo sustrato de mitología sospechosa. Este poema nos narraba las luchas entre Pompeyo y César pero la temprana muerte de su autor, a los 26 años, impidió que pudiera concluirla. Sin embargo la novela histórica aún tendría que aparecer con todas sus características reconocibles. Cierto. Son buenos tiempos para la novela histórica, y eso está bien. Pero tengo un reproche que hacerle a estos nuevos poemas épicos de nuestro tiempo. No es un reproche muy serio pero en fín es un reproche.
La novela histórica perfecta sería aquella que no sienta el color local, que se escriba como si el novelista hubiese sido testigo presente de los hechos narrados, como si fuese autor contemporáneo de la época histórica tratada. Esta sería la novela histórica perfecta. Hoy día el fácil acceso a una ingente documentación ha hecho que muchos autores caigan en el color local y que los escenarios de sus novelas parezcan falsos y de cartón piedra, como esas viejas películas históricas del Hollywood dorado que todos recordamos. Si, es un leve reproche pero un reproche…Y no es que una buena novela histórica no deba estar bien documentada, sino que el novelista ha de ser lo suficientemente inteligente como para prescindir de toda documentación innecesaria. Hay grandes novelas, incluso auténticas obras maestras, que caen en el tentador pecado de lo erudito, y dedican páginas y páginas para informar al lector sobre una cantidad de fechas y sucesos, de personajes y eventos importantes, (para la Historia que no necesariamente para la novela), que nada tienen que ver con la pura ficción, es decir con la novela propiamente dicha. Como si no dedicar diez páginas para describir las armas de un espartano quitara verosimilitud a la historia que nos cuenta el novelista. Muy al contrario; esto quita fluidez al relato y por lo tanto se ve el truco. Y ya se sabe que los malos magos hacen trucos demasiado evidentes. Hasta la mismísima Notre Dame de París cae en este vicio tentador. No olvidemos que el color local es invención del romanticismo. Pero Victor Hugo sabe que su novela tiene doble lectura; la ficticia y la didáctica. Sin embargo muchos escritores no entienden muy bien esta diferencia e incurren en la mera pedantería. Borges decía que el campesino no ve el paisaje y que por tanto el buen escritor, (sino es un mal mentiroso), ha de tener la visión del campesino ante el mundo que describe; que observe con su retina de artista todo cuanto le rodea, con la sencillez y pureza del campesino, como si viera un árbol y sólo un árbol y no un especimen de botánica. Dicho de otro modo, el buen escritor no debe ver el color local para no caer en lo descaradamente falso. En Martín Fierro nunca se describe el paisaje, la inmensa Pampa argentina de extensas llanuras perdidas en el horizonte. Ésto entusiasmaba a Borges y con razón, él que precisamente era un escritor tan defensor de un estilo conciso y directo. Lo mismo se podría decir sobre Horacio Quiroga y la selva del Chaco o sobre Juan Rulfo y el México revolucionario, cuyo estilo tiene una austeridad tan conmovedora como sólo lo saben tener las obras más auténticas de la literatura universal. Un mal escritor es un mal mentiroso que no sabe hacer otra cosa que enfatizar su mentira. Se hubiese documentado a fondo sobre esa Pampa, sobre esa selva del Chaco, sobre los paisajes áridos calcinados por el sol de Jalisco y hubiese investigado hasta la obsesión cada detalle de la flora, la fauna, el clima, formaciones rocosas etc. La cumbre de este método la hallamos en Julio Verne, que es el maestro de lo falso, (aunque es un mentiroso genial), pues no entiende la ficción más allá del color local. Nada que ver con la Italia de Romeo y Julieta. La obra de Shakespeare resulta más creíble, verdadera y cercana precisamente por lo impreciso del escenario. Y sin embargo Shakespeare nunca pisó Verona, esa Verona que inmortalizó en las páginas de su poema trágico y que es más verdadera que la auténtica Verona que muchos turistas visitan anualmente. Claro, la verdad está en la poesía, no en un folleto turístico.
1. Homero y su marco histórico. La épica en los albores del siglo XXI.
2. Te sugerimos una nuevo estilo de recreación literaria: coteja nuestro material y nuestras reseñas. Participa tú también.
1.1 Todos, de un modo consciente o no, tenemos en el recuerdo aquella singular aventura que lanzó a un marino avezado por el infortunio y la antipatía de los dioses a la búsqueda dilatada de su deseado hogar. Por otro lado ¿quién desconoce la mítica aventura de amor, celos e intereses ocultos que impulsó a los atrevidos aqueos a la invasión de la misteriosa y arcaica ciudad de Troya? Ambas historias pertenecen al imaginario popular y cuando el propio acervo parece desentenderse de esta polvorienta colección de «fábulas» y las posterga al capricho del olvido toman el relevo los medios impresos y la desmedida industria del cine para hacernos recordar que una vez, en algún lugar y algún tiempo que traspasa nuestra noción de la realidad, existieron aquellos esforzados defensores del puerto de los Dardanelos, la mítica belleza de la propiciatoria Elena, el arrebato y la ingenuidad del joven Paris y el rastro infatigable de los celos de Menelao, el ambicioso proyecto de los caudillos aqueos, la ferocidad de Aquiles y la ingeniosa anécdota del conocido «caballo» -cuya mención, curiosamente, aparece de modo muy sucinto en el primero de los escritos homéricos-. Por otro lado ¿quién puede olvidar al famoso héroe, evadido de la misma Troya, obligado a bogar por la interminable negrura de los océanos, el armonioso canto de las sirenas, la gentileza de Nausícaa y las insidias de la maga Circe, la promesa de inmortalidad de Calipso, la visita a los infiernos, la furia de Caribdis y la contienda entre los pretendientes por tensar el arco de Ulises? Todas permanecen insertas en las caléndulas de nuestro saber cotidiano ya sea que hayamos oído mencionarlas directa o indirectamente. Pero lo que más nos sorprende de la maravillosa incorporeidad de estas fantasías es que en efecto siempre gozaron del privilegio de serlo, aun a despropósito del intento más o menos certero de ubicar la vieja ciudad de Troya en un remoto lugar de la vasta Anatolia como pretendió documentar el viajero y aventurero prusiano H. Schliemann. Y tal hecho no debe impresionarnos en lo más mínimo ya que quienes las relataron siempre consideraron que de un modo más o menos privilegiado debieron de ser legendarias. La «leyenda» es en definitiva la esencia del relato homérico y por extensión de toda recreación que atesore el calificativo de épico. La épica entendida al modo antes sugerido tendría dos rasgos relevantes que a mi modo de ver sustentarían sólidamente la empresa abordada: la naturaleza legendaria del relato, que si es transmitido de modo genuino ha de ser oral, y la capacidad de suscitar la emoción de un auditorio dispuesto bajo el efecto sugerente de la «catarsis». No sería insólito en modo alguno para los griegos del siglo V a.C. aceptar que un Ulises atenazado por sus propias desdichas rompiera a llorar en el momento más álgido en que se cantaban los hechos de la guerra de Troya, tal y como lo refiere el canto VIII de la Odisea, puesto que al modo de ver de los coetáneos era normal que el poeta o músico buscara este efecto para resultar convincente. Esta misma funcionalidad era compartida con otro género habitual de la época que todos conocemos muy bien: la tragedia. Y lo que tenían en común ambos, tragedia y épica, además de suscitar la inspiración legendaria y buscar a toda costa la conmoción de un auditorio dispuesto era su firme adhesión al medio rítmico y musical. Dicho de otro modo para que todos lo entendamos: para la mentalidad de los griegos de los siglos VI y V que fueron los originales difusores de los poemas homéricos, tal y como hoy en día son concebidos, músico y narrador eran exactamente lo mismo. Resultaría complejo y ambiguo vislumbrar, incluso para una mentalidad muy moderna, a un músico que renunciara a expresarse a través del vehículo de la rítmica y de la sonoridad, una sonoridad y una plástica que extiende su soporte físico y perceptivo a través de los mecanismos de la versificación. Visto así el verso sería el recurso más apropiado para la épica tal y como la entendieron los antiguos griegos. Y aunque nos sorprenda esta conclusión, dadas las numerosas traducciones de los poemas homéricos realizadas a casi todos los idiomas -casi siempre en una prosa clara y evidente- lo cierto es que originalmente fueron compuestos en verso. Ésto que nos parece tan original no es en efecto exclusivo de la poética griega y cualquier entendido en la materia sabe muy bien que la escritura en verso es el medio habitual de gran parte de la mitología oriunda de las diversas culturas indoeuropeas y que incluso llegaba a abarcar a la composición de textos científicos y legales. Lo que convendría solventar por tanto es por qué en nuestro hoy día tan ambicioso de porvenir esa transmisión plástica del verso ha perdido su carta de principalidad, su hegemonía literaria, en favor de la aridez y excesiva rigidez científica de la prosa moderna. La recuperación del genuino espíritu de la épica pasa, a mi modo de ver, por la recuperación del verso, si no de manera anticipada sí combinada con el estilo de la narrativa actual; dicho de un modo más resumido: sería necesario volver a reubicar sin miedo alguno los dos sustratos esenciales de nuestro actual modo de expresión literaria si no queremos hundirnos en el Caribdis de una vastedad que muchos darán por vetada debido a su falta de atractivo. Y es que la épica nunca retornará a su abosulta originalidad y poder de seducción si no sentimos en el decurso de su aventurado deleite la capacidad de movernos al llanto tal y como consiguió hacerlo con el atribulado Ulises.
Louise Brooks fue una actriz norteamericana de cine mudo de los años 20, pero insatisfecha con la industria de Hollywood que empezaba a despuntar entonces muy tímidamente, se exilió a Alemania donde rodó en Berlín «La caja de Pandora» del director Georg Wilhelm Pabst, considerada por muchos críticos como una obra maestra del cine expresionista. Louise Brooks fue una mujer fascinante para su tiempo; era muy culta e inteligente (tenía una notable obsesión por las obras de Goethe y Thomas Mann), y nunca se sintió muy cómoda en el mundo frívolo de Hollywood, donde los actores no tenían una formación intelectual mayor que la de un artista circense; a lo largo de su vida no dejó de censurar severamente la superficialidad de Hollywood frente al refinamiento de Europa. Durante mucho tiempo, esta hija pródiga del cine americano, permaneció olvidada hasta su misma muerte, pero su característico corte de pelo y su imagen de mujer vulnerable y melancólica inspiró el personaje de Faustine de la novela «La invención de Morel» delescritor argentino Adolfo Bioy Casares. También fue la inspiración de «Valentina»,un personaje de cómic de los años 60.
Abel Tomás Villalba. [Retrato a la tinta y acuarela realizado en tamaño A3].
A continuación os mostramos un par de vídeos documentales en torno a la figura de la actriz y su obra fílmica más representativa.
La literatura fantástica inglesa de la segunda mitad del siglo XX tuvo en Angela Carter a uno de sus autores más celebrados e interesantes; esta escritora nacida en la localidad de Eastbourne dio a la literatura fantástica títulos como «La juguetería mágica», «La pasión dela Nueva Eva» o «El doctor Hoffmann y las infernales máquinas del deseo». Sin embargo la obra que ahora quiero comentar es un libro de cuentos titulado «La cámara sangrienta», y más concretamente el relato «En compañía de lobos», que sirvió de base para una de las películas del fantástico más celebradas de la década de los 80; «La cámara sangrienta y otros relatos» (en inglés «The Bloody Chamber and Other Stories») es una recopilación de textos que reescribe en clave feminista la saga de cuentos tradicionales europeos desde el mismo relato que da título a la colección, «La cámara sangrienta», sobre el cuento de «Barba Azul», hasta «En compañía de lobos», sobre «Caperucita Roja»; otros cuentos populares de “hadas” desfilan por este libro, como el de «La bella y la bestia» y «El gato con botas»; pero es precisamente la versión cartesiana del cuento de «Caperucita» el que ha logrado merecida fama, y por supuesto, quizá gracias a su versión homónima para el cine, es el relato más conocido del libro. La película «En compañía de lobos» fue dirigida por el irlandés Neil Jordan («Juego de lágrimas» y «Entrevista con el vampiro») que coescribió el guión de la cinta con la misma Angela Carter, con una partitura de un George Fenton en estado de gracia y que fue protagonizada por una jovencísima Sarah Patterson, que entonces apenas contaba 12 años; el resultado no pudo ser más inquietante y turbador, como era de esperar; aún así la película fracasó en taquilla en el año de su estreno (1985), por desgracia, debido en parte a su pésima distribución, pero ganó algunos premios importantes que la dignificaron y acabaron por convertirla en una película de culto para muchos aficionados al género fantástico, y la verdad es que merece la pena su visionado después de sus más de 20 años a las espaldas; y hasta se podría decir que ha ganado en encanto, precisamente por su factura artesanal tan, digamos, ochentera. Hoy día, que estamos tan acostumbrados a ver cómo los cuentos de hadas son banalizados hasta la estupidez más ridícula por la industria del celuloide, no estaría de más echar un ojo a esta maravillosa cinta de los 80, y aunque sus efectos especiales puedan parecernos acartonados y rudimentarios después de películas como «Avatar» (¿tanta importancia tienen los efectos especiales de una cinta para que ésta resulte original y muy entretenida?), al menos tiene un guión mucho más decente, consistente y trabajado que los que perpetra el señor James Cameron; ya dijo una vez cierto director de cine, y con toda la razón, que de un buen guión puede salir una película estupenda, una película mediocre o una mala película, pero que de un mal guión sólo puede salir una mala película. Así que olvidemos el oropel de los efectos especiales y dejémonos llevar por una buena historia, porque la tecnología envejece muy pronto, como todos sabemos, pero las buenas historias son para siempre; eso es lo que tienen los lobos, que siempre han estado ahí con nosotros, desde que los oíamos aullar desde el abrigo de la caverna. Yo me lo creo.
Aquí les dejo un par de escenas de la cinta; no se puede pedir más.
Cuando en el año 1940 Disney presentó al mundo su película «Fantasía», sin duda pretendió dar el salto del cine de animación destinado a un público infantil al cine adulto; pero por desgracia la cinta no funcionó como deseaba el tío Walt, y se vio ¿forzado? a dar al público lo que éste le pedía, es decir, otra «Blancanieves», y así llenarse los bolsillos con la taquilla; ¡qué lejos quedaron los sueños visionarios de un artista para cambiarlos por monedas!; así se devalúa el arte y se corrompe el talento, porque lo que es talento, nunca le ha faltado al ratón Mickey. Desde entonces, acá en occidente, el cine de animación sólo podía ser relacionado con la infancia. Ya en los años 90, como sabemos, en la denominada edad de plata, los estudios Disney se esforzaron por dirigir sus películas a un público más adulto, pero la cosa se quedó en buenas intenciones; quizá las películas se hicieron más irónicas y un poco menos ingenuas, algo más gamberras si se prefiere, pero al fin era el público juvenil, y no precisamente adulto, al que se destinaban los nuevos productos del tío Walt. Sólo Pixar, que dejó de lado la animación tradicional por la infografía, ha sabido crear obras, a mi parecer, más coherentes con el público adulto. Pero no nos engañemos; el cine de animación para adultos se lleva haciendo en Japón desde hace más de 40 años y es conocido en el mundo entero por anime. El mundo del anime sorprende por el público amplio al que va destinado en su país de origen, y esto desde luego ha creado confusión en occidente; nosotros, los de aquí, seguimos una fórmula matemática de lo más sencilla, es decir: cine de animación= infancia; así son las cosas en occidente gracias a la factoría Disney. Pero en Japón los límites en el mundo de la animación ya no está tan claros, y por esta razón hay una gran diversidad de géneros y formas de hacer muy diferentes, dependiendo del público al que vaya destinada la película o la serie; y lo mismo ocurre con el manga en relación al cómic occidental. Así de sencillo. De todos los creadores de anime es, por supuesto, Hayao Miyazaki, el más conocido en occidente; por desgracia el maestro ha decidido retirarse del mundo de la animación hace bien poco, y esto ha provocado una gran decepción entre sus incondicionales. No seamos tan exigentes y alegrémonos con las obras maestras que nos ha regalado, que no son pocas; el maestro se merece un descanso bien merecido y ya otros harán lo suyo, eso espero.
Reconozco que para mí este creador, de imaginación deslumbrante, ha sido todo un descubrimiento; la primera película que vi suya fue la poderosa «Laprincesa Mononoke», una cinta con la fuerza épica de un Kurosawa mezclada con el animismo nipón. En esta película el discurso pronaturaleza no chirría como en el «Avatar» de Cameron, bastante más infantil, pueril y pretencioso. Y luego vino la que es para mí su obra maestra, «El viaje de Chihiro», un Lewis Carroll asimilado por oriente de un modo espectacular; pero es de otra película de Miyazaki de la que quiero hablar. «El castillo ambulante» está basado en una novela de la autora británica DianaWynne Jones, y aunque tiene muchas diferencias si la comparamos con el texto original, no desmerece para nada de la novela en su resultado final; de hecho, la escritora pareció muy satisfecha después de asistir a un pase invitada por el propio Miyazaki, aunque reconoció que nada tenía que ver con lo que había escrito ella. Yo creo que esas infidelidades beneficiaron más que perjudicaron la cinta del creador de Totoro y fundador del estudio Ghibli. El castillo ambulante se desarrolla en un país ficticio, poblado de brujas y magos, y con una ambientación que hace referencia a la revolución industrial del siglo XIX anterior a la Primera Guerra Mundial; cuenta la historia de Sophie, una muchacha de 18 años que trabaja en una sombrerería y que sufre el encantamiento de la Bruja del Páramo que la ha convertido en una anciana de 80; para romper el hechizo, Sophie debe buscar al mago Howl, un personaje excéntrico y algo pusilánime y vanidoso que habita el castillo ambulante que da título a la película, un castillo gobernado por un diablo en forma de fuego que siempre arde en el hogar y que se llama Calcifer. La cinta está repleta de personajes pintorescos, como el espantapájaros, que tanto recuerda a «El mago de Oz», el perro asmático, y por supuesto el mismo castillo, que es un personaje más de la película con toda las de la ley.
Se trata de una de las películas más líricas y hermosas del maestro Miyazaki, que para nada la considero menor, y que merece ser visionada, aunque sea una sola vez en la vida; y mención aparte merece la partitura del genial Joe Hisaishi, muy superior a las melodías convencionales que nos vienen de Hollywood.
Después de ver esta maravilla de la animación, por mí la cabeza de Disney puede seguir congelada o criando gusanos dónde quiera que esté; yo me quedo con el señor Miyazaki, y con esto ya está todo dicho.
Abel Tomás.
A continuación os muestro el tráiler y la banda sonora original de la película:
El «Molino de los Corchos» es uno de los puntos reseñables del patrimonio turístico-cultural de la localidad malagueña de Alhaurín el Grande. Antigua construcción morisca, luego molino con el que se obtenía el corcho para sellar sus vinos. Actualmente es lugar de obligada visita turística. Con esta nueva edición damos entrada en nuestro blog a Antonio Barroso dibujante creativo y colaborador activo de lugares emblemáticos de la arquitectura costasoleña. Adelantamos ahora una breve muestra de su nuevo y más reciente proyecto pictórico en el que incluimos las obras «Cristo de la Agonía» e «Iglesia de la Encarnación» ambas inspiradas en recintos destacados del urbanismo de la citada localidad.
Nueva señal de la colección para la muestra artística de Alhaurín el Grande: «Paisaje con niñas».
Abrimos este post con un pequeño catálogo de algunos de los bosquejos dibujados por Antonio Barroso para el juego épico-fantástico concebido y desarrollado por Antonio Barroso, hijo. Entre los diversos ejemplos se incluye una escogida variedad de diseños tomada de las cartulinas y el tablero, todos ellos realizados minuciosamente a la acuarela. Visitamos a continuación algunas de las cartulinas entre las que figuran armaduras tardo-góticas, embarcaciones a vela de las más remotas castas de invasores islandeses, carabelas españolas y hasta una recreación visual del casco y la aljaba del Gran Tamerlán.
Os presento algunas otras piezas de nuestra historiada galería:
Escrito
en 7 julio, 2013